Hace días, un regulador financiero europeo se empeñaba en convencerme de la utilidad del rating a la hora de definir el riesgo y el capital que precisaba la transacción entre dos entidades por él reguladas. La postura de este profesional me causó gran perplejidad, porque no parece consistente que el regulador tenga que recurrir a la opinión de un tercero cuando nadie mejor que él conoce, determina y garantiza la calidad crediticia de las entidades implicadas ni dispone de más y mejor información.
Cuando unos días después asistimos a la rebaja de la calificación crediticia de la deuda soberana española por parte de Moody’s, me propuse reflexionar sobre el uso pervertido que nos obligan a hacer de la opinión de las agencias de rating y sobre el comportamiento inconsistente de gobiernos y reguladores, que, por un lado cuestionan la capacidad, metodología y oportunidad de las agencias, y por el otro les confieren un papel regulador de la economía.
Un rating o calificación crediticia no es más que una opinión privada emitida por una de estas agencias oligopólicas acerca de la solvencia -entendida como capacidad de pago- de un determinado instrumento financiero y/o emisor de deuda. Esta opinión está basada en una metodología que, en muchos casos, es cuestionable y más reactiva que proactiva.
La opinión de estas agencias fue utilizada desde sus inicios por los inversores como “guía” o “ayuda” para reducir las tradicionales asimetrías de información existentes entre los emisores de deuda y los potenciales inversores. El desarrollo de los mercados financieros y su internacionalización llevaron aparejado el crecimiento del negocio de estas agencias. Sin embargo, en ningún momento se pretendió que sus opiniones fueran admitidas a efectos de regulación internacional, como viene sucediendo desde los años 70. Incluso las propias agencias evitan responsabilidades enfatizando el carácter de opinión privada de sus calificaciones y organizaciones como el Financial Stability Board piden que se elimine la dependencia regulatoria de los ratings.
Así, aunque las opiniones de las agencias son meramente orientativas, los reguladores las utilizan en áreas fundamentales de la regulación financiera como la valoración del capital regulatorio exigido a las instituciones financieras o las valoraciones de riesgo de crédito en instrumentos financieros de titulizaciones, emisiones de cédulas hipotecarias y otros instrumentos financieros de deuda.
Es evidente que los reguladores utilizan los ratings como una alternativa ante la montaña normativa que tienen que atender y la falta de medios propios para desarrollar internamente metodologías de análisis de un número cada vez mayor y más sofisticado de instrumentos y emisores de deuda. Por tanto, y primera paradoja, a más regulación del mercado financiero, más influencia para el sector de las agencias, que tienen un marco de supervisión y regulación ciertamente laxo.
El resultado absurdo es un modelo que se retroalimenta, donde los ratings predicen tanto como provocan crisis, exacerbando la volatilidad y prociclidad de los ciclos en los mercados financieros. A ello se añade la paradoja de facilitar un sistema bancario en la sombra (shadow banking), formado por un conjunto no regulado de instituciones que proporcionan instrumentos financieros negociados en mercados no regulados (OTC) y cuyo impacto y legitimidad nace, precisamente, de la posesión de un rating externo que les habilita para reconocimiento regulatorio, algo que incrementó de forma adicional la crisis en el sistema financiero.
Volviendo al caso de España. Nada debe impedir a una agencia emitir una opinión sobre el riesgo soberano de España o la fortaleza de sus instituciones financieras. De igual modo, nada hay que objetar a que el Gobierno o el Banco de España discrepen de esa opinión. Lo que resulta incongruente es que esos mismos ministerios y reguladores que dudan de la credibilidad de las calificaciones, concedan a las agencias atribuciones regulatorias, en especial cuando se trata de transacciones entre entidades reguladas sobre las que ya existe una opinión pública y formal. De hecho, resulta también bastante paradójico que el regulador obligue a las entidades que él mismo regula a contar con un rating privado para poder ser calificada como contraparte, mientras que las compañías que escapan al control de la regulación pueden habilitarse para transacciones con compañías reguladas por el simple hecho de tener un rating.
Va siendo la hora de que el Gobierno y los reguladores españoles limiten la opinión de las agencias de rating al ámbito privado e informativo y tomen sus decisiones a partir de sus propios mecanismos de valoración de riesgos y de las recomendaciones internacionales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario