Querido J:
Es indudable que tu marcha ha causado más de un problema a esta ciudad. Podríamos hacer memoria, al menos desde julio del año pasado. Una pandilla de irresponsables en conflicto laboral invadió las pistas del aeropuerto y provocó en el aeropuerto de El Prat el caos más grande de su historia. Miles de maletas abandonadas, días de demora en los vuelos, orín y cartones en los vestíbulos, megafonía arrancada, ordenadores destruidos. Durante un largo fin de semana en que la ciudad no parecía tener dueño, el aeropuerto sólo perteneció a sus víctimas. Todas las autoridades estaban ocupadas en exigir el traspaso a la Generalitat de la gestión de El Prat: mucho peor que los problemas que provocaron los vaguistas invasores fue la cruda sensación de desamparo que alcanzó a los ciudadanos implicados. El escándalo culminaba una serie de anormalidades que habían hecho del aeropuerto barcelonés un lugar a evitar: retrasos, accidentes (una niña inglesa había sido atropellada mortalmente en uno de los peligrosísimos pasos de peatones que discurren perpendiculares a las terminales); dificultades de transporte (sin metro, todo quedaba al albur de un tren incómodo y vacilante, de un autobús de itinerario muy limitado, o de la paupérrima flota de taxis); y el castigo consuetudinario de largas y vagabundas caminatas en buscas de aviones, mostradores o maletas.
Un año después, el 23 de julio, la caída de un cable de alta tensión cortó el suministro eléctrico de gran parte de la ciudad y de su área metropolitana. Más de trescientos mil ciudadanos se quedaron quietos y a oscuras y el suministro tardó más de tres días en normalizarse. En cuanto a la jornada del 8 de agosto se diría que entró en la ciudad Felipe V: lluvias, rayos, paradas de trenes y un nuevo corte de electricidad. Por suerte, y a diferencia del caos aeroportuario, que me pilló de lleno, esos días estaba feliz y lejos, que es lo mismo. Viajeros llegados desde el epicentro de la desgracia me aseguraron luego que habían encarado incluso un terremoto. En octubre se desencadenaron los graves problemas con los trenes de cercanías, que ya llevaban muchos meses con retrasos por las obras del Ave. En Bellvitge un corrimiento de tierras provocaba cortes en cinco líneas. El 20 caía un muro pantalla. Y el 26 un andén. El servicio de Cercanías quedaba interrumpido y las obras del Ave se paralizaban. El presidente del Gobierno visitaba el terreno en domingo y un nuevo socavón coincidía con la exhibición de coraje presidencial. El resultado ferroviario de semejantes desgracias es doble: no habrá Ave en la fecha prometida por el Presidente, que coincidía con la lotería de Navidad. Probablemente no lo habrá hasta la primavera. También se desconoce cuándo volverán los trenes de Cercanías a la plena normalidad. Por cierto: me resulta extremadamente cómico que se distinga entre cercanías, y que lo haga la izquierda, a fin de halagar al pueblo comarcal: como si el Ave no fuera un tren de cercanías. En realidad te he de confesar que mi desolación ante el nuevo retraso del tren expreso no es por el tren en sí mismo. Es que pienso en los puentes aéreos que me quedan por coger. El puente aéreo: esa empresa triunfante cuyos clientes, después de treinta años, sólo esperan la llegada de la competencia.
La otra tarde, lo recuerdo como si fuera un sueño, me senté ante el ordenador, después de pasar el día fuera de casa, y pinché un periódico local. En la portada se había caído un falso techo de la estación de Sants. Y un técnico municipal aseguraba que el agua de Barcelona contenía elementos cancerígenos y, lo que es peor, el Ayuntamiento se aprestaba a tranquilizar a la población. Al día siguiente llegaba la noticia de la auténtica ruina de las infraestructuras catalanas. Un informe de la Fundación Jaume Bofill, poco sospechosa de actuar a sueldo del enemigo interior o exterior, demostraba que el sistema escolar catalán estaba a la cola de España. El informe traía una conclusión terminante: "El sistema educativo catalán tiene cada vez mayores dificultades para garantizar los niveles educativos considerados como adecuados para la sociedad del conocimiento". "Cada vez mayores": sintaxis de demolición. En cuanto a la vida social la principal amenidad de estos últimos tiempos consiste en enterarse antes que nadie del nombre de la última empresa que se traslada a Madrid, o incluso a Vinaroz (Landscape, Merck, Samsung, Braun, United Biscuits, Ono son algunas de ellas: 75 grandes empresas han abandonado Cataluña en el último año), y del último happy few que se empadrona en el barrio de Salamanca para evitar el impuesto catalán de sucesiones. Cómo será el grosor de este éxodo silencioso que el Círculo de Economía, tras años de echarle la culpa a todo el mundo de los desastres cíclicos, bajó la cabeza hace unos días y dijo que algo tenían que ver ellos mismos, los empresarios, en esta pérdida de musculatura.
Puestos así, unos encima de los otros, los sucesos de estos dos últimos años (y más allá está el fiasco completo del Fórum y el hundimiento de algunos edificios en El Carmel) impresionan notablemente. Sin duda hay que tener cuidado con la ley periodística del imán, que es, como en tantos otros casos, una ley de la convivencia: basta que en algún lugar se produzca un suceso para que otros del mismo signo, aunque muy menores y hasta corrientes, se enfaticen en los medios. No parece que sea el caso. Estos sucesos no necesitan insertarse en una cadena de desgracias para ser recordados. Es cierto que el azar ha podido dictar su coincidencia, amplificando el eco. Pero es muy difícil sostener que una gestión política, sólo atenta a lo identitario, no tenga graves responsabilidades en el caso. De cualquier modo, eso no me interesa ahora: las causas de la decadencia catalana están ya muy tratadas entre nosotros.
Lo que me ha llevado a la recapitulación de los desastres es la calmada reacción de los ciudadanos. Ni mu. Ningún gestor de la cosa pública podrá argumentar que ha sentido la presión de las masas en el cogote. Puede que el catalán emprenyat exista; pero se lo come todo él sólo, y en silencio. Como máximo decide abstenerse de votar. Algunos han visto en esta conducta la explicación de que abunden prostitutas y psicoanalistas en la Barcelona contemporánea: pero es una metáfora que cuadra demasiado hermosamente. Por supuesto, yo estoy encantado con esta paz social algo faisandée. Vamos teniendo una edad, y sólo faltaría añadir al cuadro clínico la acción de los jóvenes antifascistas sobre las calles, o las fatigosas asambleas del demos mal contado. Ahora bien: choca ver a este pueblo tan dispuesto a asaltar sedes electorales en las jornadas de reflexión, a convertir en teas sublimes las chabacanas fiestas populares o a batirse en centenares de miles por la paz en Irak (aunque fuese más bien por la guerra contra Aznar), choca, digo, este ovino silencio proyectado sobre tantas clamorosas pruebas de incompetencia y degeneración. Puede ser, desde luego, que sólo las ideas muevan el mundo: uno sale a la calle a gritar por la paz y no por los trenes de cercanías. Y aún más, como añadió muy profundamente la pensadora Elisabeth Taylor: "...mueven el mundo sólo si antes se han convertido en sentimientos". Pero aún así no dejo de fantasear con la posibilidad de que el Partido Popular estuviese gobernando en Madrid (¡y ya no digamos en Cataluña!) durante este período de decadencia. Barcelona hubiese vuelto a ser la ciudad de las bombas. Y la ciudad de los periódicos: recordarás que coincidiendo con el problema del barco Prestige, la prensa socialdemócrata llegó a publicar 22 páginas diarias de información sobre el asunto. Impertérrita. Sin mover más músculo que el del dedo sobre las teclas.
Insisto, amigo mío. Ni los trenes ni los aviones ni los grifos ni los cables eléctricos despiertan los sentimientos. De ahí la inmensa, y tan menospreciada, aportación del PP a la vida española. El imprescindible partido sentimental de España.
Sigue con salud
A.
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