Capitolio, Washington, 23 de abril de 2009
Gracias. Muchas gracias. Gracias. Por favor, tomen asiento. Muchas gracias.
A Sara Bloomfield, por su maravillosa introducción y el extraordinario trabajo que está haciendo; a Fred Zeidman, Joel Geiderman, Sr. Wiesel – gracias por vuestra sabiduría y vuestro testimonio; Presidente de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi; Senador Dick Durban; miembros del Congreso; nuestros buenos amigos, el embajador de Israel; miembros del Consejo del Memorial del Holocausto de los Estados Unidos y, lo más importante, a los sobrevivientes y salvadores y a sus familias que están hoy aquí: Es un gran honor para mí estar aquí y estoy agradecido de tener la oportunidad de dirigirles la palabra brevemente.
Nos reunimos hoy para lamentar la pérdida de tantas vidas y para homenajear a aquellos que salvaron vidas, para honrar a aquellos que sobrevivieron y para meditar acerca de las obligaciones del vivir.
Es la más triste de las ironías que uno de los más salvajes y bárbaros actos del mal en la historia haya comenzado en una de las más modernas sociedades de su tiempo, donde tantos indicadores del progreso humano se convirtieron en herramientas de depravación humana: ciencia que puede curar, usada para asesinar; educación que puede iluminar, usada para desracionalizar los impulsos morales básicos; la burocracia que sostiene la vida moderna, usada como maquinaria de muerte masiva, un despiadado, fríamente eficiente sistema donde muchos fueron responsables por el asesinato, pero pocos realmente tuvieron sangre en sus manos.
Al mismo tiempo que lo excepcional del Holocausto, en alcance y método, es verdaderamente aturdidor, el Holocausto fue accionado por muchas de las mismas fuerzas que han alimentado atrocidades a lo largo de la historia: el uso de chivos emisarios que lleva al odio y no nos deja ver nuestra común humanidad; las justificaciones que reemplazan a la conciencia y permiten que la crueldad se expanda; la buena disposición de aquellos que no son ni perpetradores ni víctimas, para aceptar el asignado papel de espectador, creyendo la mentira de que la buena gente nunca tiene poder o está siempre sola, la ficción de que no tenemos elección.
Al mismo tiempo que estamos hoy aquí para dar testimonio de la capacidad humana para destruir, también estamos aquí para rendir tributo al impulso humano para salvar. En la contaduría moral del Holocausto, cuando computamos números como 6 millones, cuando recordamos el horror de números grabados en los brazos, también tomamos como factor números como estos: 7.200, el número de judíos daneses llevados en barcos a la seguridad, muchos de los cuales volvieron a sus hogares para encontrar que los vecinos que los rescataron también cuidaron fielmente sus casas, sus negocios y sus pertenencias mientras estaban ausentes.
Recordamos el número cinco, los cinco hombres y mujeres justos que se unieron hoy a nosotros desde Polonia. Somos deudores por vuestros actos de coraje y conciencia. Y vuestra presencia hoy nos exige a cada uno de nosotros preguntarnos si hubiéramos hecho lo que ustedes hicieron. Sólo podemos esperar que la respuesta sea sí.
También recordamos el número 5.000, el número de judíos rescatados por las aldeas de Le Chambon, Francia, una vida por cada uno de sus 5.000 residentes. Ningún judío que llegó ahí fue echado o entregado. Pero no fue sino décadas más tarde que los pobladores hablaron sobre lo que habían hecho, y aún entonces reticentemente. El autor de un libro acerca del rescate se encontró con que aquellos a los que entrevistó estaban confundidos por su interés: “¿Cómo puede usted llamarnos buenos?” dijeron. “Hacíamos lo que debía hacerse”.
Esa es la cuestión con los justos, aquellos que hacen un extraordinario bien con un extraordinario riesgo, no para afirmarlo o aclamarlo o para el progreso de sus propios intereses, sino porque es lo que debe hacerse. Nos recuerdan que nadie nació como salvador o asesino. Estas son elecciones que cada uno tiene el poder de hacer.
Nos enseñan que nadie puede convertirnos en observadores sin nuestro consentimiento, y que nunca estamos verdaderamente solos. Que si tenemos el coraje de prestar atención a esa callada, pequeña voz dentro de nosotros, podemos formar un minyan para la justicia que puede abarcar una aldea, hasta una nación.
Su legado es nuestra herencia. Y la cuestión es ¿cómo la honramos y la preservamos? ¿Cómo aseguramos que el “nunca más” no sea un slogan vacío o una mera aspiración, sino también un llamado para la acción? Yo creo que comenzamos haciendo lo que hoy estamos haciendo – dando testimonio, luchando contra el silencio que es el más grande coconspirador del mal.
Al enfrentar los horrores que desafían la comprensión, el impulso al silencio es entendible. Mi propio tío abuelo volvió de su servicio en la 2ª Guerra Mundial conmocionado, diciendo poco, solo con dolorosos recuerdos que no abandonarían su cabeza. Subió al ático, de acuerdo con las historias que oí, y no bajó durante seis meses. El fue uno de los liberadores, uno que a una muy tierna edad había visto lo inimaginable.
Y lo mismo algunos de los liberadores que están hoy aquí honrándonos con su presencia, a todos los cuales honramos por su servicio extraordinario. Mi tío abuelo fue parte de la División de Infantería 89, la primera estadounidense en llegar a un campo de concentración nazi. Y ellos liberaron Ordruf, parte de Buchenwald, conde decenas de miles habían perecido.
La historia es que cuando los estadounidenses entraron, descubrieron a los sobrevivientes muriendo de hambre y a las pilas de cuerpos muertos, y el General Eisenhower tomó una decisión. Ordenó a los alemanes de la ciudad vecina recorrer el campo de modo que pudieran ver lo que se había hecho en su nombre. Y ordenó a las tropas estadounidenses recorrer el campo para que pudieran ver contra qué habían luchado.
Entonces invitó a congresistas y periodistas para que den testimonio, y ordenó que se hicieran fotografías y películas. Algunos de nosotros hemos visto esas mismas imágenes, sea en el Museo del Holocausto o cuando visité Yad Vashem. Ellas nunca nos abandonan.
Eisenhower dijo que quería estar en posición de dar evidencia de primera mano de esas cosas si alguna vez en el futuro se desarrollaba una tendencia de atribuir esas afirmaciones a mera propaganda. Eisenhower comprendió el peligro del silencio. Comprendió que si nadie sabía lo que había ocurrido, ello sería también otra atrocidad y sería, en definitiva, el triunfo de los perpetradores.
Lo que Eisenhower hizo para registrar estos crímenes para la historia es lo que nosotros estamos haciendo hoy aquí. Eso es lo que Elie Wiesel y los sobrevivientes que honramos aquí hacen al luchar para hacer que sus memorias sean parte de nuestra memoria colectiva. Eso es lo que hace el Museo del Holocausto cada día en nuestro National Mall, el lugar donde exhibimos para el mundo nuestros triunfos y nuestros fracasos y las lecciones que hemos aprendido de nuestra historia. Esto es lo completamente opuesto al silencio.
Pero también debemos recordar que dar testimonio no es el fin de nuestra obligación, es sólo el principio. Sabemos que el mal todavía sigue su curso en la tierra. Lo hemos visto en este siglo, en las tumbas colectivas, en las aldeas incendiadas hasta el suelo, y niños usados como soldados, la violación usada como arma de guerra.
Al día de hoy, están aquellos que insisten en que el Holocausto nunca ocurrió, que realizan toda forma de intolerancia – racismo, antisemitismo, homofobia, xenofobia, sexismo y más – odio que degrada a sus victimas y nos disminuye a todos nosotros.
Hoy en día y todos los días, tenemos una oportunidad, así como también una obligación, de confrontar estos flagelos, de luchar contra el impulso de cambiar de canal cuando vemos imágenes que nos disturban o de envolvernos en el falso confort de que los sufrimientos de otros no son los nuestros. En lugar de ello, tenemos la oportunidad de hacer de la empatía un hábito, de reconocernos en cada otro, de dedicarnos a resistir la injusticia, la intolerancia y la indiferencia, en cualquiera de las formas que puedan adoptar, sea confrontando a aquellos que dicen mentiras acerca de la historia, o haciendo todo lo que podamos para prevenir y terminar con las atrocidades como aquellas que tuvieron lugar en Rwanda, aquellas que tuvieron lugar en Darfur.
Ese es mi compromiso como presidente. Espero que sea el vuestro también.
No será fácil. Por momentos, cumplimentar estas obligaciones requiere auto reflexión. Pero en el análisis final, creo que la historia nos da motivo para la esperanza más bien que para la desesperación: la esperanza de un pueblo elegido que ha sobrellevado opresión desde los días del Éxodo, de la nación de Israel emergiendo de la destrucción del Holocausto, de los fuertes y duraderos lazos entre nuestras naciones. Es la esperanza, también, de aquellos que no sólo sobrevivieron sino que eligieron vivir, enseñándonos el significado del coraje, la resiliencia y la dignidad.
Hoy estoy pensando en un estudio llevado a cabo después de la guerra que encontró que los sobrevivientes del Holocausto que vivían en Estados Unidos tenían, en realidad, una tasa de nacimientos más alta que la de los judíos estadounidenses. Qué magnífico acto de fe, traer a un niño a un mundo que les ha mostrado tanta crueldad, creer que a pesar de todo lo que soportaron o cuánto habían perdido, al final tenían una obligación con la vida.
Tenemos razones para la esperanza también en los niños protestantes y católicos que asisten juntos a la escuela en Irlanda del Norte; en los hutus y tutsis viviendo lado a lado, perdonando a los vecinos que cometieron lo imperdonable; en un movimiento para salvar a Darfur que tiene miles de capítulos en escuelas secundarias y universidades en 25 países y que convocó a 70.000 personas en el Washington Mall, gente de toda edad, religión, origen y raza unidos en una causa común con hermanos y hermanas sufrientes a medio camino alrededor del mundo.
Estos números pueden ser nuestro futuro, nuestros conciudadanos del mundo mostrándonos como realizar el camino de la opresión a la supervivencia, del testimonio a la resistencia y, finalmente a la reconciliación. Eso es lo que queremos decir cuando decimos “nunca más”.
Así que hoy, durante esta sesión en la que celebramos la liberación, la resurrección y la posibilidad de mención, individualmente y como nación, renovemos nuestra resolución de hacer lo que se debe hacer, y esforcémonos cada día, individualmente y como nación, de estar entre los justos.
Gracias. D-s los bendiga y D-s bendiga a los Estados Unidos de América.
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